Al atardecer, los últimos rayos de sol juegan al escondite entre nubes que amenazan tormenta. Bajo ese cielo rojizo, la arboleda marca el camino de tierra prieta, serpenteante, a lo lejos, las flores de los bordes dan paso a la casa. Es de madera, esta rodeada de un gran porche, sentados en el viejo balancín papá y mamá.
Esa es la última imagen que guardaba de ellos, todo parece que sigue igual, pero han transcurrido más de 10 años y la vida nos ha dado un gran giro.
Al principio, mi ausencia no había alterado en nada sus vidas, ellos con prudencia no me dejaban adivinar que nada seguía igual, o quizás fui yo, no quería darme cuenta. Todas esas visitas del médico, pruebas, controles, análisis, eran causas suficientes para alertar a cualquiera.
En mi interior, sabía que algo estaba cambiando pero la escalada hacia el éxito profesional en la “Gran Ciudad” me tenía atrapado ¿como pude estar tan ciego?
Poco a poco me fui acercando. Detuve el vehiculo a pocos metros de la casa, fue entonces cuando mi madre levanto la vista, al mismo tiempo se puso en pie, se le iluminó la cara, su sonrisa no podía ocultar los rasgos de tristeza que la invadían. Nos abrazamos.
Mi padre alertado por el movimiento que de pronto le rodeaba nos miró, sonreía pero no decía nada. No me conocía.
Su mente había entrado en esa fase de olvido, desorientación, que produce el alzheimer:
- Papa soy yo, tu hijo -le dije insistentemente.
Me miraba y sonreía pero no articulaba ninguna palabra, mire a mi madre
- No insistas hijo -dijo mi madre. No recuerda nada, sus pequeños despistes eran el principio de esta terrible enfermedad. Y yo sin darme cuenta. Cogí las manos de mi madre y me senté a su lado
- Vamos cuenta, ¿que dice el médico?
- Los primeros síntomas, eran esos despistes, luego se olvidaba de cosas tontas que no le dábamos mayor importancia.
- Siempre fue un despistado -le dije a mi madre
- Fuimos al médico por ese resfriado que arrastra todos los inviernos. Aproveché para comentárselo al doctor. Decidió hacerle unas pruebas. - No me lo podía creer -Sufre un trastorno cerebral progresivo -me dijo el médico.
-No le dimos excesiva importancia, -dijo mi madre tras una pausa. Él estaba igual que siempre con despistes, algún olvido, pero nada más. Le receto una medicación, para no se qué, del riego sanguíneo. Hace menos de un año y ya ves hijo, su cerebro ya no funciona, ni siquiera nos conoce.
- ¿Por que no me lo dijiste antes, mama?
- No quería que dejaras tu trabajo, sé lo liado que andas y ya ves aquí no se puede hacer nada, esperar a lo que Dios quiere.
Quedé impactado, es difícil comprender que su cerebro se haya deteriorado tan rápidamente.
Esa noche no pude dormir, tenia que hacer algo y no sabia el qué, toda mi vida estaba organizada, mis proyectos en marcha, esta situación me superaba y era la primera vez que mis pensamientos se contradecían. No sabia que decisión tomar.
A la mañana siguiente, toda la casa permanecía en silencio…… salí al porche, descalzo, como lo había hecho en mi niñez, cuantos recuerdos, cuantas añoranzas, me senté en el viejo balancín, aún se respiraba la humedad de la noche, el sol no había alcanzado la colina, se oían algunos pajarillos, que paz.
De pronto lo vi claro, mi vida estaba allí, junto a mis padres, no podía volver a marcharme, ellos necesitaban mi compañía, mi apoyo y yo los necesitaba a ellos. Había entrado en la locura de los proyectos más ambiciosos. Mi carrera me exigía más y más, y estaba atrapado en la locura del éxito.
Era el momento de parar, de hacer un paréntesis en mi vida, tenía que encontrar la tranquilidad y el sosiego dentro de mí, tenía que apoyar a mi madre en este trance, lo demás ya se verá.
“Conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta la vida." Pablo Neruda
Conchita Giménez, vecina de Cabrils